Todo empezó con un pequeño grano.
Luego se convirtió en un bulto, que fue endureciendo hasta que, una mañana al
despertar, se vio en el espejo con aquella prominencia angulosa en el centro de
la frente.
Llamó a la oficina fingiendo que
estaba indispuesto y quedó en casa cavilando cómo resolver aquella situación.
No quería que nadie se enterase de su problema y de ninguna manera iba a
permitir que alguien lo viera de aquella guisa, por lo que en ningún momento
barajó la posibilidad de pedir ayuda.
No le quedaban familiares
cercanos y nunca había tenido muchos amigos, así que pronto el teléfono dejó de
sonar. Con el tiempo aquella protuberancia, lejos de mejorar, seguía creciendo
cual cuerno de unicornio. Para colmo la nevera ya estaba vacía y en el armario
apenas quedaban un par de latas.
Lo encontraron varias semanas
después, acurrucado en el suelo de la cocina con una nota en blanco entre las
manos. Los empleados de la funeraria lo depositaron boca arriba en uno de esos
féretros de nueva generación. Esos que diseñaron más altos en el lado de la
cabeza cuando a toda la humanidad nos creció ese cuerno, largo y recto, encima
del entrecejo.